En una entrevista que le hizo el periodista de la cadena Fox, Tucker Carlson, en febrero de este año al presidente de Rusia Vladimir Putin, le preguntó a quién prefería él en la Casa Blanca, ¿A Joe Biden o a Donald Trump? Putín respondió sin titubear: “a Biden, porque es predecible, Donald Trump no”.

Joe Biden era simplemente una marioneta cocida con el patrón de la política tradicional norteamericana del siglo pasado y controlada por los intereses corporativos beneficiarios de esa vieja retórica de Guerra Fría.

Trump en cambio, es una veleta que se mueve hacia donde se le ocurre por cualquier circunstancia o sugerencia de personas en las que confía. Su visión, (si es que así se le puede llamar), sobre la forma de dominio del mundo exterior es más apegada a la realidad actual de Estados Unidos calculada en cuanto a costos y beneficios.

Para Trump, ahorcar a Cuba, Venezuela y Nicaragua es agradecer y cultivar el apoyo de la ultraderecha de La Florida, al tiempo que abrir nuevas fuentes de hidrocarburos en el caso específico de Venezuela. Retirar el financiamiento militar a Ucrania es, al tiempo, una venganza y un asunto de ahorro. Hay que recordar que el actual dictador de Ucrania Volodymyr Oleksandrovych Zelenskyy (y decimos dictador porque permanece en el poder pese a que se venció su periodo presidencial), lo delató cuando intentaba obtener informaciones sobre las actividades empresariales del hijo de Joe Biden en ese país para usarla en su contra durante la campaña del 2020.

Su posición con respecto a los gastos de Estados Unidos en la OTAN, también responde a un asunto de rentabilidad. Piensa que Estados Unidos puede mantener el mismo poder hegemónico sobre Europa sin necesidad de cargar con todos los gastos de la alianza del Atlántico Norte.

Trump y su equipo de consejeros de política exterior carecen de objetividad sobre las fuerzas políticas que se mueven en el mundo, lo cual no es nuevo en la política americana. Esa falta de objetividad en muchos casos no es consecuencia de ignorancia sino de conveniencia. La administración de Richard Nixon sabía muy bien que la guerra de Vietnam era un caso perdido, pero seguía siendo una ganancia para los intereses económicos militares. Lo mismo ocurrió en Irak y Afganistán.

Ahora ellos piensan que pueden resolver la crisis de Europa del Este “en 24 horas”, como dijo Trump. Nada más ilusorio y divorciado de la realidad. La guerra entre Rusia y Ucrania no va a terminar hasta que Rusia logre el control completo del Kiev.

Esa guerra significa para Rusia su existencia como nación. Putin es muy consciente de que todo el proceso de convertir las viejas repúblicas soviéticas en aliados de la OTAN no tiene otro objetivo que convertir a Moscú en una nación tercermundista o sumisa a los intereses del mundo occidental. O al menos, detener su crecimiento como potencia comercial y militar.

Rusia no aceptará ningún acuerdo con Ucrania y la OTAN no estará segura de que tendrá en sus manos el mazo para golpear cuando estos decidan romperlo. Ya los rusos han sido tomados de tontos por Estados Unidos varias veces. Cuando se produjo la disolución de la URSS, Estados Unidos se comprometió a no extender los dominios de la OTAN hacia el éste de Europa, lo cual violó sistemáticamente incorporando a su alianza a las ex repúblicas soviéticas fronterizas con Rusia. Ucrania fue la gota que rebosó la copa.

En el 2014 Estados Unidos financió un golpe de estado contra el presidente Vicktor Yanucovich a quien calificaba de “pro ruso” por tener buenas relaciones con Moscú. Esto no terminó en una invasión de Rusia a Ucrania por la firma de los llamados acuerdos de Minsk, en los que Ucrania se comprometía a no ingresar a la OTAN, y la OTAN a no incorporar a Ucrania.

En el 2022 Estados Unidos violó el acuerdo y comenzó el proceso para ingresar a Ucrania en la OTAN. Entonces comenzó la guerra en febrero del 2023.

En conclusión, no hay una solución de “24 horas” a ese conflicto.

¿A dónde va la política exterior norteamericana con Donald Trump?