Desde meses antes de las elecciones del pasado 5 de noviembre, se han realizado toda clase de análisis sobre el comportamiento de los votantes, sus simpatías y desagrados en función de estados, clases sociales y propuestas de los candidatos. Todos ellos muy acertados, pero resumidos en una sola conclusión: los demócratas perdieron.

Cuando, en 2015, Donald Trump anunció por primera vez sus aspiraciones hacia la Casa Blanca, con un discurso abiertamente antiinmigrante y compitiendo con una variedad de otros aspirantes dentro del limitado espectro del pensamiento republicano, comenzó a sembrar simpatías dentro de la derecha más extrema. Al mismo tiempo, del lado demócrata, el senador por Vermont, Bernie Sanders, con una postura más hacia la izquierda dentro del limitado espectro demócrata, comenzaba a cautivar a los sectores más liberales del país, en especial a la juventud, que representa más del 30 por ciento de los votantes.

En esa época, publicamos un editorial titulado: “Es tiempo para los auténticos”. En él explicábamos que, en ambos lados, los votantes rechazaban los discursos tradicionales basados en las guías matemáticas de los estrategas de campaña, en las que los candidatos no se declaraban a favor de nada, sino que se posicionaban en el medio de todo. Nunca expresaban lo que, de extremo a extremo, los votantes de izquierda y de derecha querían escuchar.

Trump hablaba de deportar a 11 millones de indocumentados y de recortar todas las ayudas sociales. Sanders, por su parte, promovía una reforma migratoria, Medicare para todos, educación superior gratuita y una mayor asistencia social para las clases vulnerables.

El establishment demócrata, respondiendo a los intereses corporativos que representa, interpuso una barrera a las aspiraciones de Sanders. En cambio, en el lado republicano, solo algunas voces aisladas, como la del senador John McCain, alertaban sobre el peligro de las propuestas de Trump. Pero la mayoría del establishment y la base del partido lo apoyaron.

Así, en las elecciones de 2016, Donald Trump se convirtió en presidente. Cuatro años después, los demócratas, con Joe Biden como candidato, quien había sido vicepresidente de uno de los presidentes más populares, Barack Obama, lograron vencer a Trump, frustrando su interés de conservar el cargo. Sin embargo, Joe Biden no era Barack Obama. Aunque mantuvo una política tolerante hacia la inmigración, dio pasos en falso que resultaron en un desorden fronterizo que exacerbó el sentimiento nacionalista y antiinmigrante de los estadounidenses. En política exterior, Biden actuó como el más agresivo de los "halcones", provocando la guerra en el este de Europa y sancionando a gobiernos progresistas de América Latina.

Obama había restablecido las relaciones diplomáticas con Cuba, rotas desde 1962, y había abierto las puertas al comercio dentro de los límites del embargo a ese país. Trump, en sus cuatro años de gobierno, revirtió estos avances e impuso decenas de nuevas sanciones a la isla, casi rompiendo de nuevo las relaciones. Biden mantuvo esa misma política de línea dura hacia América Latina.

La economía comenzó a sentir los efectos de la pandemia y, al mismo tiempo, se intensificó la crisis en Gaza, donde Israel llevó a cabo acciones militares con el apoyo de Biden.

Los demócratas perdieron el apoyo de los jóvenes de izquierda y de los grupos liberales, así como el de los votantes conservadores, quienes percibieron a Biden como incapaz de mantener a flote la economía y controlar la inmigración.

Biden mostró señales de falta de capacidad debido a su edad y delegó demasiado tarde el liderazgo de la campaña en su vicepresidenta Kamala Harris. Harris, por su parte, no tenía nada que ofrecer excepto su oposición a Trump, lo cual fue insuficiente para motivar al electorado. En consecuencia, los republicanos se hicieron con el poder y el control absoluto.

Los republicanos no ganaron, perdieron los demócratas